“Nos encontramos en
el año doce después del efecto 2000. Todo el ‘planeta fútbol’ está tomado por las
centurias culés, otrora forjadas en la inacabable fábrica de la Masía… ¿Todo?
¡No! Hay una pequeña aldea, capital de reino, que, poblada por irreductibles merengues,
resiste todavía y siempre al invasor blaugrana...” Perfectamente, podría ser
este uno de los comienzos de las famosas historias de Astérix y Obélix, los
galos más universales, si estas se desarrollaran en la actualidad. Y es que el
Barsa lleva unos años ocupando, con merecimiento y de manera indiscutible, el
trono del fútbol mundial y aniquila a cualquier equipo que intenta rechistarle
lo más mínimo (véase y consúltese ahora, antes de proseguir con la lectura, los
siguientes casos: Arsenal, Manchester United y Chelsea, entre otros). Por eso,
y precisamente por eso, el partido del pasado miércoles, el enésimo clásico, el
nonagésimo ‘partido del siglo’, que enfrentó al Barcelona y al Real Madrid fue
el mayor espectáculo que puede verse hoy en día sobre la faz de la tierra. En
él se vislumbró por fin a un equipo de fútbol que pudo plantar cara al
todopoderoso club blaugrana y durante unos minutos lo tuvo contra las cuerdas y
todo fue posible, incluida la poco probable remontada.
Sin embargo, ya lo
adelanto, hoy no voy a escribir sobre los árbitros ('¡villarato!’), descontados
descuentos, tarjetas amarillas teñidas de rojo artificial ni ‘penalties’
fantasma (como los goles que son pero que injustamente no suben al marcador);
tampoco pretendo perorar sobre cámaras y micrófonos que se encienden en una
entrevista cuando deberían permanecer fuera de funcionamiento; ni siquiera me
planteo la posibilidad de hablar de los que hablan (¡vaya redundancia!) de
‘burros con gafas’, de los que visitan con nocturnidad y alevosía al equipo
colegial en el aparcamiento de un estadio que no es el suyo, y de los que
otrora hablaron de ‘baños’ y hace unos días temblaron a causa del miedo y de la
fría noche barcelonesa, quizá, más por lo primero que por lo segundo… Hoy, sólo
quiero escribir de fútbol, acerca de fútbol y sobre fútbol, ‘fútbol total’.
El otro día disfrutamos
de un auténtico partidazo, de esos que hacen afición y nos recuerdan que esto
del fútbol no se trata sólo de “once tíos detrás de un balón”. Este clásico fue
una lucha de poder a poder, con grandes ocasiones de gol y mejores goles. Nadie
sabía qué iba a pasar. Una vez más, la realidad superó a la ficción. Y quizá, y
sólo digo que quizá, el partido fue incluso mejor que la propiedad realidad
(‘…even better than the real thing’). Hubo de todo: emoción, nerviosismo, garra
y heroísmo. Fueron los del Camp Nou noventa minutos de pura intriga, hora y
media de ‘blockbuster palomitero’, con fuegos artificiales incluidos tras la
proyección. Al igual que una buena obra teatral, el encuentro ofreció dosis de
alegría, intriga, tristeza y sentimientos para todos los gustos; con, además, todas
las partes bien delimitadas: introducción, nudo y desenlace. En definitiva, lo
del último miércoles noche fue la transformación de la tan denostada Copa del
Rey en una obra de arte posmoderna.
Y, mientras yo veía
emocionado el clásico en la terraza de un bar y reflexionaba sobre todo lo que
aquí escribo ahora, no pude evitar preguntarme algo triste (entre ‘huy’ y
vítores, entre tics nerviosos y codazos al de al lado, que siempre es más impasible
y tranquilo que uno mismo): ‘¿Por qué somos aficionados de un solo club o
equipo de fútbol? ¿O por qué nos ciegan unos colores y nos impiden ver más
allá, nos impiden disfrutar de un espectáculo fantástico en el que todos
ganamos, de una manera o de otra?’. ‘Ojalá’, se me ocurrió a escasos minutos
del final del choque, ‘fuera siempre así: un bar lleno de aplausos y gritos de
júbilo, de risas nerviosas, de gente agolpada en la fría calle frente al
televisor, con los dedos cruzados y los ojos como platos’. Porque jugando así
de bien, al final da igual ganar o perder y del equipo que sea uno; lo mismo
que la inmensa mayoría de las veces en la vida no importa el qué, sino el cómo,
y no importa tampoco el destino al que viajemos y sí, en cambio, importa y
mucho el camino que nos llevará hasta él.
‘Ojalá’, me repito en
el trayecto de vuelta a casa, ‘algún día seamos capaces de alegrarnos gane
quien gane y disfrutemos de la fiesta del fútbol no únicamente cuando vencen
los nuestros y sí, en vez de eso, cuando se imponga el mejor y el que más y
mejor juega’. Mientras tanto, y hasta que ese día llegue, espero que al menos
haya más equipos que se atrevan a discutirle al Barcelona el trono del `planeta
fútbol’, equipos como el Real Madrid de la pasada noche de miércoles o, mejor
dicho, debería llamarlo el Real ‘Moudrix’, ese club histórico procedente de una
pequeña aldea, capital de reino, que, poblada por irreductibles merengues,
resiste todavía y lo hará siempre al invasor blaugrana; y, en concreto, se
atreve a hacer frente al ‘César’ Pep y a su mariscal de campo Messi. Este
‘Moudrix’, de recios galos (y no galos) como los legendarios Astérix y Obélix, y el pequeño Idéfix
(inolvidable), podrá ganar o perder la liga, podrá ganar o perder la
‘Champions’… Eso nadie lo sabe a día de hoy. Lo que sí es seguro y cierto es
que jugando como lo hizo la otra noche no habrá madridistas tristes ni
desilusionados. Lo decía antes y lo repito de nuevo: no importa tanto el final
del viaje como el viaje en sí mismo. No es acerca de vencer o de caer
derrotado, es sobre cómo se gana o se pierde.
P.S.: en otro orden
de cosas e independientemente de la casta mostrada por los jugadores en el
campo, parece ser que el druida Panorámix (alias Mou), que tan mal lo hizo en
el partido de ida, el miércoles dio con la tecla para batir a los ‘Pep´s show
boys’ y fue capaz de preparar un brebaje que dotó a los merengues de un plus,
de un extra. ¿Se habrá vaciado ya el caldero del druida o quedará pócima mágica
para el resto de la temporada?
Sigue al autor en Twitter: @fer_garciacruz